jueves, 31 de julio de 2008

Viaje a través del tiempo

No comprendía. Si me lo hubieran contando, hubiera sido muy difícil creerlo; pero por más irreal que pareciera, era cierto. Un espectáculo descomunal se erigía a lo lejos. Inabarcable para una sola visión, vislumbré una magnífica muralla. De pronto, un murmullo llegó a mis oídos, y ante la perturbación producida por no comprender el porque de mi estadía en aquel sitio, intenté esconderme. La adrenalina recorría cada parte de mi cuerpo, y mi cerebro estaba atontado, adormecido; pero lo único en lo que pensaba era en prestar atención a la conversación. Unas palabras aisladas y un par de señas, bastaron para entenderlo todo, o casi todo. La situación cobraba un poco de claridad.
Mi sospecha fue confirmada. La muralla troyana era esa estructura de aproximadamente cuatro metros de alto, hecha de piedra y reforzada con barro que veía lejanamente. No me resultó extraño que su edificación imponente me transmitiera seguridad, impenetrabilidad; ya había leído sobre los diferentes mitos sobre su construcción. Cayendo de manera abrupta a la realidad, noté que el par de soldados que habían pasado cerca mío, se unían a una multitud congregada en torno a una figura que no alcanzaba a divisar. Me acerqué lo más silenciosamente posible a aquella multitud, y pude escuchar los pasos a seguir de un plan perfecto. Sabiendo que su única posibilidad para poder hacer frente a la ciudad de Troya era la ejecución de emboscadas, Ulises comunicaba con detalles como se llevaría a cabo, esa misma noche, el inicio de la destrucción de la ciudad troyana y posterior victoria griega. Parecía que finalmente el enfrentamiento que había comenzado en el siglo XII a.C, luego de prolongados diez años, iba a llegar a su final. Y yo, que apenas me distinguía entre un gran número de soldados, con el afán de verlo todo, me ofrecí como voluntario para llevar a cabo una de las partes más difíciles de ese proyecto.
Paulatinamente las naves griegas se fueron alejando del lugar de asentamiento, para simplemente ocultarse en un recodo cercano a la costa, tras la isla de Ténedos. Así mismo, los soldados voluntarios (incluyéndome) comenzamos a ingresar a la estructura de madera con forma de caballo. Éramos aproximadamente 50 personas, distribuidas de manera poco cómoda en la fisonomía de madera. Las expectativas eran muchas, el silencio era necesario. Todos nos encontrábamos provistos de una armadura de bronce, que constaba de una coraza formada por peto y espaldar, grandes hombreras de tres piezas, un gran cubrenuca que protegía cuello, nuca y barbilla, cubre brazos y tres pares de placas curvas que protegían el vientre y los muslos por delante y por detrás; todas estas piezas estaban forradas interiormente en cuero y se sujetaban unas a otras mediante correas. Feliz de estar en aquella posición privilegiada, la sensación de miedo no me alcanzaba. Mis ojos, mis oídos, cada parte de mi cuerpo, trataban de captar toda la mayor cantidad de información posible. El momento era único, y mis ansias me llevaron a entablar una conversación con uno de los soldados que estaba al lado mío. Peleo, era su nombre, y con escasas palabras me contó que el mismo había construido el caballo, a pedido de Ulises. Rápidamente, señaló a los personajes más distinguidos, con quienes compartíamos el espacio físico; entre ellos se hallaban Ulises, Menelao y Áyax. Me aclaró que debíamos esperar el momento oportuno para poder atacar. Todos esperaban sumisos el momento, por lo que me limité a callar.
Luego de horas incesantes de espera y de ignorar que sucedía en el exterior, Ulises abrió el vientre del caballo y comenzamos a descender sigilosamente. Acto seguido, de forma ordenada y sistemática, nos encargamos de abrir las puertas de la ciudad y de prender las hogueras que daban a la flota griega la señal, previamente convenida, para que sucumbieran el territorio troyano. La ciudad entera estaba bajo el sueño de la bebida, por lo cual, se alertó de la dramática circunstancia cuando los destrozos ya eran significativos. Hogares y templos incendiándose; niños, mujeres y soldados heridos por doquier. En sus caras se veía reflejado el terror, la angustia, el sufrimiento, la sorpresa. Sin destino fijo, corrían en todas direcciones en busca de un refugio donde estar a salvo. Ante este panorama, lo único que había hecho era observar, protegerme; pero el peligro se acrecentaba, el miedo me apresaba, mis nervios eran de acero, mi respiración era dificultosa y entrecortada. También algunas lastimaduras signaban mi cuerpo, ya que había sido alcanzado por un par de lanzas. La crudeza y valentía con que se mataban a la gente, sin distinción de edad ni sexo, me desagradaba, me hacía querer no estar allí.
Lo que había comenzado con la excitación de presenciar un hecho histórico, ahora se transformaba en una peligrosa aventura, en la cual libraba una batalla dispar con la muerte. Ahora, trataba de huir. Mi objetivo era dar con una salida, que me regresara a mi lugar. Al ver a un par de señoras con un niño ingresar apresuradamente a uno de los templos supe que esa era mi única y efectiva salvación. La mujer que guiaba al grupo era Helena, no sé como lo supe, pero estoy seguro de que era ella. Con una última mirada nostálgica y dolorida de aquella ciudad que se consumía, se desprendieron un par lágrimas que sellaron lo que hoy forma parte de un recuerdo incomparable. Me decidí a seguirlas y pude regresar a mi realidad. A pesar de las heridas y del terror que vi en la cara de esas personas, volvería a atravesar, aquello que fue real.

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