Como el mismísimo cáliz sagrado en que el cuerpo y sangre de Cristo se transforman en pan y vino, yo te creo. Como un ritual legendario, que se repite día a día y no se cuestiona. Ella confía en sus palabras.
Cual dulce vino, sus evocaciones son miel de panal para ella. Y las consume frenéticamente como un adicto a la medicina, porque ella sabe (o eso es lo que ella cree saber) que nunca la dañarán. Pero se ha olvidado de algo (y quizás muy importante): todos los excesos son malos.
Debe ser que nunca se lo cuestionó, pero todos en esta vida somos humanos. Carne y hueso. Virtudes y defectos. Deliciosamente terrenales y fuckingmente errables. Ella eso lo sabía, pero él siempre fue su Dios.
Aún hoy que escucha hablar de él, y no lo ve. Defiende sus pequeñas verdades y tapona (con aquella misma miel dulce) sus oídos. Imperturbable. Avasallante, su figura sigue estática en el tiempo, como por efecto de la fosilización.
Por eso mismo, recién ahora se da cuenta del impenetrable escepticismo con el que construyó su imagen. Y a pesar de ello, prefiere no demoler esa especie de santuario que lo acuna. Prefiere un par de anteojeras y mirar hacia delante, total en el frente siempre estará él.
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