Sombreros, un poco más allá una luz, me dirijo, con miedo, hacia ella. Abro los ojos, no se donde estoy, la luminosidad me encandila, estoy perdido. Le pregunto al señor de bigote en punta donde me encuentro, nada sabe, ni hablar parece, me grita, sonidos sordos salen de su boca que parece tejida, hace ademanes violentos, no lo entiendo, retrocedo con temor cuando siento el impacto, giro sobre mi mismo, estoy sobre un colchón, levantando vuelo, lo conduce alguien que creo conocer, aunque no se de donde. Trato de averiguar a donde me lleva, ¡pasando las montañas de algodón! Responde. A esta altura no entiendo nada, lo que hasta hace segundos era claridad y luz, se vuelve lúgubre, tenebroso. Algunas caras habituales miran desde el suelo el extraño vehículo en el que estoy viajando. De pronto, las montañas, que de montañas no tienen nada, son unas lomas que dibujan armónicas curvas en el horizonte, ¡fin del viaje pibe! Me advierte el conductor, ya se quien es, Fonseca, fue preceptor de mi hermano hace algunos años, pero… ¿qué hace acá? Le doy las gracias y me bajo, en realidad, me dejo caer; esos ciento cincuenta metros parecen eternos. Mientras desciendo pienso… ¿a qué me habrá traído Fonseca? El algodón me abraza, uf! No serán montañas pero por lo menos sí son de algodón, me hubiera matado, que idiota. ¿Y ahora? Emprendo la caminata, avanzar me cuesta mucho, no se bien por que camino en esta dirección, creo que me obnubila el destello que parece aún más brillante en este medio sombrío, me acerco bastante, por fin, llego. Ahí estás, de espaldas. No tardo en reconocerte, te doy vuelta, despacio, no quiero asustarte, muero de ganas de abrazarte, de decirte todo lo que me vengo guardando, pero si sólo ese ruido dejara de molestarme, ahhhh, es insoportable, además… ¿de dónde viene? Estiro el brazo, todas las imágenes desaparecen, me despierto sobresaltado… ¡Hola!.... cortan…. Maldito teléfono, estaba tan cerca…
Jerónimo Guerrero Iraola.
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