Las cosas que no tienen mucho sentido. Así se atrevió a definir ese impulso retenido, esas ganas de no salir a correr. Ese gusto a no se qué… “un sedimiento de estribo de cobre en el paladar”
Él es el culpable, si ella se encargara de desviar su culpa. Si la represión hubiese actuado, quizás no se hubiese sentido como se siente. Sentada en un banco de plaza no la distrae la gente pasar, ni los bocinazos constantes de los autos. El griterío de unos niños jugando no ahuyenta sus pensamientos. No lo sabe, pero todo este ruido es la cuna que mece ese sinfín de idas y vueltas que dan sus propias ideas.
La música del mp3 se sucede sin importar, como la vida a sus pies. De pronto, una mano se posa sobre su hombre y la trae de vuelta a la realidad. Una cara -aparentemente- conocida le habla, pero está tan aturdida por los conceptos que bullen dentro de sí, que casi no la escucha.
Atina con un impulsivo “hola”, y acto seguido se queda mirando las facciones del sujeto como si éstas hubiesen quedado sostenidas, flotando en el aire. Él le habla, pero ella no sabe cuál fue su expresión facial anterior a un “eeeh” dubitativo como respuesta. Vuelta en sí, responde automáticamente que se le hace tarde y debe irse.
Despavorida, como cuando una gota de lluvia cae al suelo y espanta a los desprevenidos y diminutos insectos que la habitan, se fue. Salió cuasi corriendo en busca de un nuevo refugio. Caminó una, dos, tres, cuatro, cinco cuadras sin sentido. Por fin, llegó a una esquina.
Aparentemente incierta y desierta, decidió que era el sitio apropiado. Allí se desplomó y comenzó a liberar lo que sentía. ¡Por Dios! Necesitaba quitarse de encima esos veinte kilos que caían sobre su sentido frágil pecho. Le urgía botarlos porque se habían transformado en un fuerte y opresor nudo que le cegaba el cuello. No podía ni tragar su propia saliva.
Así es como ella se hacía y rehacía en reflexiones. Y se preguntaba e intentaba responderse porqué existen tantas cosas que no tienen sentido…
Una hora más tarde le llega un mensaje de texto que le preguntaba: “Gorda ¿cómo estás? No te vi muy bien hoy…” Y las lágrimas comenzaron a descender por sus mejillas.
Él es el culpable, si ella se encargara de desviar su culpa. Si la represión hubiese actuado, quizás no se hubiese sentido como se siente. Sentada en un banco de plaza no la distrae la gente pasar, ni los bocinazos constantes de los autos. El griterío de unos niños jugando no ahuyenta sus pensamientos. No lo sabe, pero todo este ruido es la cuna que mece ese sinfín de idas y vueltas que dan sus propias ideas.
La música del mp3 se sucede sin importar, como la vida a sus pies. De pronto, una mano se posa sobre su hombre y la trae de vuelta a la realidad. Una cara -aparentemente- conocida le habla, pero está tan aturdida por los conceptos que bullen dentro de sí, que casi no la escucha.
Atina con un impulsivo “hola”, y acto seguido se queda mirando las facciones del sujeto como si éstas hubiesen quedado sostenidas, flotando en el aire. Él le habla, pero ella no sabe cuál fue su expresión facial anterior a un “eeeh” dubitativo como respuesta. Vuelta en sí, responde automáticamente que se le hace tarde y debe irse.
Despavorida, como cuando una gota de lluvia cae al suelo y espanta a los desprevenidos y diminutos insectos que la habitan, se fue. Salió cuasi corriendo en busca de un nuevo refugio. Caminó una, dos, tres, cuatro, cinco cuadras sin sentido. Por fin, llegó a una esquina.
Aparentemente incierta y desierta, decidió que era el sitio apropiado. Allí se desplomó y comenzó a liberar lo que sentía. ¡Por Dios! Necesitaba quitarse de encima esos veinte kilos que caían sobre su sentido frágil pecho. Le urgía botarlos porque se habían transformado en un fuerte y opresor nudo que le cegaba el cuello. No podía ni tragar su propia saliva.
Así es como ella se hacía y rehacía en reflexiones. Y se preguntaba e intentaba responderse porqué existen tantas cosas que no tienen sentido…
Una hora más tarde le llega un mensaje de texto que le preguntaba: “Gorda ¿cómo estás? No te vi muy bien hoy…” Y las lágrimas comenzaron a descender por sus mejillas.
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